CREPÚSCULO EN TOKIO
Escribe Lucio Vellucci
El atardecer es el primer indicio del final del día. El sol comienza su declive y las primeras sombras se estiran sobre una porción del mundo. Algo empieza a concluir para dar paso a lo nuevo. Es el momento preciso en que se juntan los bichos del día y de la noche, el interludio necesario en que apenas se tocan los seres que no conviven sobre la tierra más que durante ese instante dilatado.
Crepúsculo en Tokio (1957), de Yasujirō Ozu, es una película que toma la metáfora del pasaje del día a la noche para hablar de la transformación social que vive el Japón de posguerra. No es la única obra en que el artista japonés capta con profunda sensibilidad los matices de un estado de tránsito, en que los valores tradicionales de un Japón imperial dan lugar a la modernidad, no sin los traumas y problemas de un pasaje veloz hacia lo nuevo.
La protagonista es una familia conformada por un hombre, Chishu Ryu, en el personaje de Shukichi Sugiyama, y sus dos hijas: Setsuko Hara, en el personaje de Takako Numata, e Ineko Arima, en el personaje de Akiko Sugiyama. En verdad, habría que decir que, como todas, los límites de una familia son laxos, precariamente posibles de definir. ¿Es parte de la familia el hermano muerto hace tiempo? ¿Es parte de la familia la madre que, hace muchos años, abandonó un día a su marido y a sus hijos? ¿La tía, que busca candidatos para el matrimonio con Akiko? ¿El pequeño hijo de dos años de Takako, sin duda; pero, su marido, aquél profesor universitario que aparece en una sola escena y con el que ella ha decidido tomar distancia porque las cosas no iban bien?
El paralelismo con el neorrealismo italiano es evidente, es una época de cambios profundos a nivel global. La incipiente posmodernidad trastoca los fundamentos de las estructuras sociales, los cimientos de las anteriores instituciones que se mantuvieron sólidos durante generaciones. No es necesario tocar los traumas demasiados vívidos, no hace falta aludir a nada que remita a Hiroshima y Nagasaki, a la derrota y la descomposición de un orgullo imperial, no es posible hablar directamente del dolor de la muerte de los valores sagrados de un pueblo dispuesto a perder incluso la vida por la preservación de una nación.
Lo que se rompe es una concepción de la vida, de las relaciones humanas, del sentido de la existencia para incorporar otras narrativas a las que todos, quien más quien menos, ceden paulatinamente. El crepúsculo que vive Tokio es el estado de confusión moral. Shukichi asume que tal vez se ha equivocado al presionar demasiado a Takako a contraer matrimonio con alguien que no amaba. Akiko, en cambio, sufre de otro modo las consecuencias del machismo: carga sola con el sufrimiento de un embarazo no deseado, producto de una relación ocasional; el muchacho la evita y ella soporta los prejuicios, en silencio busca la posibilidad de un aborto para el que no cuenta, todavía, con el dinero suficiente. Así, Ozu parece decirnos que, por debajo de todos los cambios evidentes, permanecen injustas desigualdades. Ayer, a una de las hijas se le impone un marido de acuerdo a la tradición y la libertad de Takako se subsume a la norma indiscutida; hoy, Akiko, la hermana menor, se rebela contra esas mismas imposiciones pero carga con la obligación de sufrir las consecuencias de una libertad condicionada por un patriarcalismo renovado.
No se observa en la obra de Ozu una romantización del pasado, tampoco una estigmatización de antiguos valores; no se trata, por otra parte, de una oda modernista acrítica. Capta y expone descarnadamente el modo en que pugnan dos culturas cuya tensión, entonces, no logra resolverse. Ozu está en el intermedio de esos dos mundos que no pueden convivir en armonía, puesto que los modos de vida y las nuevas prácticas sociales cuestionan, por el solo hecho de existir, las viejas costumbres que no son del todo desechadas, ni despreciadas. Ahí, en ese tránsito, es donde se ubica el director que logra pintar el crepúsculo cultural de Japón. El día no concluye y la noche no se instala definitivamente. Hombres, pero también mujeres, beben sake en una taberna o restaurante hasta embriagarse; apuestan sus dineros en las salas de mahjong; evaden sus estrictas obligaciones, cuando pueden, con una picardía típica de la cultura colonial. Tokio está cambiando y, con ella, la vida de las personas. La cartelería de los negocios en diversos idiomas nos muestra la apertura de una ciudad hacia el mundo, o el occidente arribando a la isla para no dejar ninguna zona de tradición en su pureza original. El capitalismo moderno implanta una nueva racionalidad, cuestiona las rígidas jerarquías y sistemas de autoridades.
Ozu logra capturar ese estado de confusión de los valores en que los destinos se debaten sin un horizonte seguro, pero tampoco cae en la fácil estereotipación de resumirlo todo a un problema de generaciones. Por el contrario, es el propio Shukichi el que encuentra, en los placeres del ocio, las modernas formas de alienación de los juegos de azar.
Crepúsculo en Tokio pareciera querer decirnos que tengamos un poco de piedad por esos hombres y mujeres que apenas pueden soportar la cuota diaria de humillación que les toca, al tiempo que gozan de su derecho al placer. Las referencias en contexto, claro está, no son más que reposiciones de un espectador que mira la obra preguntándose cómo es posible la vida después de un holocausto o las bombas atómicas. No hay referencias en la película a este pasado reciente y, sin embargo, es imposible desentenderse de la situación concreta en la que se inserta la obra. Al menos, cuando se buscan las claves de una esperanza, cuando la ficción pone en pantalla de una forma tan contundente la fragilidad de los seres humanos que buscan la felicidad en el mundo a pesar de las adversidades.
El hecho crepuscular no es sólo el vaticinio de una noche ni el resabio del día. Es además, en sí mismo, un presente indeciso que pugna por perpetuarse en tanto tal, que no quiere quedarse a la luz del sol ni avanzar hacia la sombra proyectada por el reflejo lunar. Crepúsculo en Tokio es la nostalgia ceremonial de un artista que se inclina en reverencia hacia el día que confluye, al tiempo que acepta el ritual de la noche que se anuncia en un prólogo inevitable. Ozu ha podido ser fiel a lo mejor de la tradición de la cultura japonesa, y también percibir, no sin un espasmo de duda ante lo desconocido, las contradicciones de una apertura cultural que ese pueblo ha sabido, seguramente, aprovechar.
Comentarios
Publicar un comentario