SANTUARIO
Crónica de una violación
Escribe Ignacio Adanero
Tenemos un manantial. Tenemos un mes de mayo. Es 1929. Faulkner nos habla de un pórtico con ciertas columnas al costado de una estancia. Un soportal de entrada a una casa, y una habitación o cuarto depósito entre los campos de maíz. Allí parece filtrarse el sol, y cuesta imaginar la escena donde un hombre (o un conjunto de hombres) deciden violar a Temple. Cuesta deglutir la escena, porque Faulkner nos habla de una chaqueta abierta y nunca hace mención a la ropa interior de la mujer, a los sueños e imaginaciones de una joven cuya voz estará presente el día del juicio. Juicio que, por cierto, tampoco aclara el asunto. Se trata de cuatro hombres y una mujer que roza los 18 años: engañada por “su novio”, queda atrapada en una quinta donde se trafica alcohol durante los tiempos de la Ley Seca. Ella se defiende, se tapa, se alcoholiza. Incluso no come en 3 días. Se mueve a tientas, a trizas, entre Popeye y un polizonte, entre un novio borracho y una cama imprecisa donde morirá uno de los partícipes. Desconocemos el lugar exacto que Faulkner otorga a Popeye, ese gánster misterioso que nunca habla si no es dando órdenes. Mucho menos a Goodwin, para quien Faulkner guarda el papel de traficante de licores, luego defendido por un abogado promedio de Kinston. A nuestras manos sólo llega un asesinato, una tusa de maíz, una joven ultrajada y una segunda mujer testigo.
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William Faulkner - Sanctuary - 1972 - Penguin Modern Classics |
Santuario es una novela que trabaja de atrás hacia delante. Escrita en los días de la Gran Depresión del capitalismo y leída 95 años después, contiene la pregunta enigmática de saber por qué se ha convertido en un clásico. Lejos de la narrativa contemporánea de su tiempo o de los best sellers de la época, contiene la llave para entender el silencio que guardan todos los grandes horrores. Vamos a detenernos por un instante en ese misterio, que poco tiene que ver con los detalles espeluznantes que Faulkner guarda para el final. Porque si, sabemos que la violación de Temple estuvo conducida por un gánster impotente que en lugar de penetrar a la mujer se guio por la ayuda de un choclo, y que el vejamen contó con la participación de ese sujeto misterioso llamado Red. También sabemos de las discusiones del prostíbulo, donde Temple vendería su cuerpo forzadamente a cambio de sexo: porque según Miss Reba se nace o no se nace para esa profesión. La cosa no está allí, ni tampoco en la disociación que Faulkner nos propone entre la politicidad de un acontecimiento y el devenir de esos personajes mediocres. Todavía no estamos en el terreno de La colonia penitenciaria de Kafka, para quien el imperio de la burocratización constituye una clave explicativa de la deshumanización a que se somete toda víctima.
Estamos en el manantial. Quedémonos allí. Tenemos a Horace. Un abogado que los lectores han consensuado en resaltar como insignificante. Alto, flaco, destocado, con un raído pantalón de franela gris: esa es la única descripción del autor. Va de paso a Jefferson, pero curiosamente se detiene en un manantial. Carga un libro y sobre ese libro no volveremos a saber más en ninguna parte de la novela. “¿Lee usted libros?” es la pregunta interceptiva de Popeye. “De los que lee todo el mundo” responde él. Horace mapea el camino que va desde el manantial hasta la casa y se pregunta. “¿Por qué no hemos cortado recto a través de la loma?”. La casa es una ruina desvencijada, una hacienda antigua. El hablará hasta por los codos mientras los comensales lo escuchan y una mujer detrás de la cocina le presta atención en su soltura. Deberíamos releer al detalle el momento en que Horace se marcha de la casa lindera al manantial. Algo nos dice. De una forma demasiado sutil. Dice que había un espejo detrás de ella y otro detrás de él, y ella se miraba en el que estaba detrás de él olvidándose del otro en que él veía su nuca. He ahí porque la naturaleza es ella y el progreso es él. Porque la naturaleza hizo la vid, pero el progreso inventó el espejo. Es el momento donde Horace siente el olor de las flores asesinadas, de las muertas y delicadas flores y lágrimas, antes de ver su rostro en el espejo.
Ese anticipo pasa desapercibido en una primera lectura de la novela, probablemente porque Faulkner se concentre en los detalles logísticos y técnicos que conllevará el secuestro y la preparación del horror. Olvidarlo, sin embargo, omite que la puerta central del horror radica en la binariedad del escenario que se prepara. Esquema al que ninguno de los protagonistas le es posible trascender. La misma Temple, cuando tenga la oportunidad de hablar a solas con Horace, recontará la historia con cierto orgullo o vanidad. Porque Temple escinde la naturaleza, su naturaleza, del exterior. El miedo la llevó a pensar una cosa extraña cuando miraba sus piernas y sentía la cercanía de aquellos hombres borrachos. “Traté de hacer como si fuera un chico”, “buscando convertirme en uno a fuerza de pensar”. Porque pensó en pedirle a Dios que la transformara, y se puso a rezar para ello. Para no sentirse muerta eligió no mirar sus piernas y ponerse a contar hasta cincuenta o más. Recordó también cómo afrontó la cercanía del impotente que urdió las condiciones de su violación: le gritó que se acerque, que la toque, que no sea cobarde. Para luego quedarse dormida como hace la naturaleza a la espera del progreso.
La violación de Santuario devela así un tipo de cosmovisión subyacente a todo acto criminal. Faulkner nunca lo explicita, pero se trata de esa roca de la binariedad que encierra todo crimen sexual. Temple pensó que las hojas del maizal se reían de ella porque todavía no se había convertido en hombre. Lloraba por esa sensación de muerte que implica la no transformación. Horace también deseo estar muerto o transformado al salir de la entrevista. Es la misma dualidad que lo sobrecoge cuando revisita su casa alquilada o recorre imaginariamente el lugar del crimen: siente la pasiva quietud y el olor latente de la madreselva en el abandono de todo tiempo. Es tomado por la marea muerta y monótona, pero comprende que es la fricción de la tierra sobre su eje aquel momento en que esta tiene que decidir si seguir girando o permanecer parada para siempre. Horace lo sabe. En su reconstrucción del crimen, ratifica la visión heterónoma. Y también llora, pero lo hará al final del juicio, cuando suba al auto de su hermana y se enfrente a la imposibilidad de asumirse transformado.
Entre la tarde del manantial y la oscura noche de Temple habrán transcurrido dos días. Fue en la primera noche cuando ella le dijo a su novio que estaba asustada y que la mujer del lugar le había advertido que se fuera. Y así como Horace sintió el olor de las flores muertas antes de que Temple llegara a su fatal destino en el choclar, ella olfateó la extrañeza de un manantial cercano al que había que custodiar o extraerle agua de a pie. Se atrevió antes a pensar que esas cosas no ocurren. Que, si en la casa había un niño, se trataba de una pareja anfitriona como todas las demás. Que aquellos hombres eran como cualquier otra gente. Pensó en su padre, lo imaginó a lo lejos, sentado en la galería con su traje de lino viendo al cortador de césped. Por alguna razón, Faulkner nos da escasos indicios de por qué Temple no escapa de aquella casa: no sabía conducir ni en qué dirección marchar, desconocía el espacio geográfico de la casa, sintió el calor de una cena o el café maternal de una anfitriona seca. Esta última es la que ofrece un argumento y es la que termina tendiendo la trampa final: las mujeres de su clase no van tan aprisa, de modo que no puedan reconocer al hombre verdadero cuando lo ven.
Una primera lectura del texto podría presuponer que Temple se obsesiona con uno de sus vejadores, pero el peligro sería la omisión de su estrategia futura para escaparse de las garras de Popeye y su mecanismo de secuestro/explotación. Es el silencio de Faulkner el que más conviene tener en cuenta. Porque la última Temple no ofrece frondosos pensamientos más allá de su repugnancia hacia aquel gánster embustero que intenta ocultar su impotencia sexual y que ella decide no delatar durante el juicio sino confrontarlo mano a mano. Ese es el valor de la protagonista. Y esa es la llave de la lectura aquí propuesta: para el novelista del Mississippi, los escombros del ultraje no hacen más que abroquelar las visiones masculinas dominantes acendradas en el ámbito de lo doméstico, pero invisibilizadas o puestas como curiosidades en el ámbito de lo público, especialmente en los tribunales de justicia.
La mazorca con que Temple fue violada aparece así como elemento anexo al crimen principal. Es la comprobación de su estado genital o la prueba de su condición de mujer lo que permite indagar un asunto de disputa masculina: el asesinato de un hombre a manos de otro hombre. El mismo juicio sumario es elocuente: corre por el asesinato de un testigo y no por la vejación de la mujer. La impotencia sexual de Popeye no hace más que confirmar un detalle grotesco en la escena, siendo este acusado por otros cargos distintos. Es mayo de 1929, sí. Había sido un verano gris, sí. Pero creemos que la reconstrucción de los protagonistas y la dinámica institucional en que se desenvuelve el juicio reafirman la dominancia cultural de las masculinidades. Faulkner se toma la última molestia de llamar Santuario a una novela donde nunca se efectúa un ritual similar, y aunque Temple invoque a Dios, por suerte no sale transformada en hombre ni se imagina a sí misma como el anciano maestro de lanas blancas. Sus piernas están, puede observarlas. Ya no siente el fulminante presagio del olor a las flores muertas del manantial. Si siente, no obstante, los intervalos donde las reinas muertas en mármol manchado se vencen esporádicamente en el abrazo de la lluvia. Quizá esa sea la imagen del Santuario que la crónica de Faulkner nos propone. Una crónica de flores. De flores vírgenes. Una crónica de transformaciones. De transformaciones distintas a las de siempre. La figura a alcanzar, quizá sea la del Santuario de paz y no la del Santuario del establo.
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