EL SALÓN DORADO
Escribe Rocío Vélez
Mientras bajamos las escaleras, que
antes nos condujeron a la Sala Luisa Vehil, en el Teatro Nacional Cervantes,
pienso en las dos obras literarias que están fuertemente presentes en la
versión libre de El salón dorado, y las derivas hermeneúticas son muchas:
¿Qué memoria guardan de nosotros los espacios que habitamos, que recorremos?
¿Recuerdan nuestras voces, nuestras decisiones, nuestros gestos más mezquinos?
¿Qué saben los objetos que nos rodean? ¿Qué repiten en voz baja, una vez que
nos vamos? ¿Qué fantasmas rondan por las salas, de este teatro, por ejemplo?
En La casa, de Manuel
Mujica Láinez, no es un personaje humano el que narra, sino la propia casa. Y
no se trata de una estrategia excéntrica: es una decisión poética y política.
Al otorgarle la voz a ese espacio arquitectónico, el autor subvierte las
jerarquías narrativas y convierte a la testigo muda en la relatora de una
decadencia que no pudo detener. Durante sesenta y ocho años, la casa no fue
solamente el hogar de una familia, sino que fue el teatro en donde se
escenificó el ascenso y la ruina de una clase social: la aristocracia porteña.
La misma que fundó su prestigio sobre apellidos, mansiones, dinero y poder, y
que terminó por devorarse a sí misma en un festín de frivolidad, soberbia y
negación.
La casa nos habla porque ya no
tiene a nadie más a quien dirigirse. Porque los objetos que fueron su compañía
—los tapices, las estatuas, la pintura del techo italiano— ya no están. Fueron
rematados, destruidos o robados por las últimas herederas ilegitimas. Y
entonces, lo único que queda es el recuerdo. La casa narra para no morir del
todo. Para que su historia no se extinga con el derrumbe de la última columna.
Pero su relato no es nostálgico
ni complaciente. Es, en muchos momentos, crítico. Reconoce haber sido vanidosa
y cómplice. Y en esa admisión hay algo más que autoconciencia: hay juicio. La
casa no recuerda, simplemente con melancolía, las fiestas en las que políticos
y estancieros se codeaban en los salones de la gran casa de calle Florida;
también señala los excesos, la hipocresía, la ceguera voluntaria de una clase
que creía tener asegurado todo solamente porque tenía un apellido.
En el último cuento del libro de Mujica Láinez, Misteriosa
Buenos Aires, El salón dorado, doña Sabina se enclaustra, a causa de una
larga enfermedad, en el espacio más importante de su espléndida casa, en donde
se hacían las fiestas, en donde pusieron sus pies sobre el impecable parqué
personas como los Mansilla, los Anchorena o los Malaver. Pero ella no se encierra
sola, junto a ella quedan “atrapadas” una sobrina –la niña Matildita– y Ofelia –la
ama de llaves robusta y masculina–. Tres mujeres, que se sienten tres muebles.
Sin embargo, la niña Matilde hace cinco días que está muerta. Y esta muerte será
la que le permitirá a doña Sabina descubrir que su mundo, el mundo que dejó
fuera del salón durante los quince años en los que habita su cama en el centro
del salón dorado, no existe más. El salón dorado, es entonces, lo único que todavía brilla en esa casa habitada por los
otros, por inquilinos de otra clase social y que son los que mantienen con sus
rentas a doña Sabina.
La versión teatral de El salón dorado, dirigida por Oscar Barney Finn y escrita junto a Marcelo Zapata, en el Teatro Nacional Cervantes inaugura la temporada y se realiza en el marco de la restauración de la sala Luisa Vehil con los entelados originales que María Guerrero trajo desde España en 1921. En esta puesta en escena, pensada como site specific para la ocasión, se entrelazan La casa y El salón dorado. La niña Matilde (Malena Figó) aparece como fantasma en la escena, a la manera de Tristán y el caballero gris en La casa; Ofelia (Lucila Gandolfo) es descripta como la Antíope del Louvre, a la manera en la que es descripta Rosa, la mucama de la novela ya mencionada; Doña Sabina (Mercedes Fraile) le hablaba a sus objetos, así como la casa lo hacía en la obra ya mencionada. Estas referencias tomadas de la novela componen motivos recurrentes en la obra de Mujica Láinez: el vínculo entre los espacios y la decadencia de una clase social. Barney Finn retoma ese motivo y lo resignifica en su puesta, construyendo con él no solo un puente entre dos textos, sino también una reflexión sobre el paso del tiempo, la ruina y el desplazamiento de los centros de poder.
Hoy, en el Teatro Nacional
Cervantes, este espacio que en sus inicios fue emblema de la alta cultura
porteña y refugio de las élites que asistían a ver a la gran María Guerrero, convergemos
estudiantes, jubilados, docentes y trabajadores que, en algunos casos, venimos
desde distintos puntos del país —como nosotros, que llegamos desde Zárate— para
ver la escenificación de una obra de Mujica Láinez. El acceso a este teatro no
solo tiene valor simbólico, sino también político: el espacio se ha vuelto, en
su uso y en su programación, nacional y federal. Así como en La casa y El
salón dorado los espacios cambian de habitantes, y los salones alguna vez
exclusivos pasan a ser ocupados por clases populares o trabajadoras, también el
teatro se transforma. La arquitectura permanece, pero lo que habita estos espacios
es distinto: otros cuerpos, otras memorias, otras voces.
La puesta de Barney Finn subraya
esta transformación al desplazar el foco narrativo. En su versión, la acción
deja de estar centrada exclusivamente en doña Sabina —la heredera enferma y
aristocrática— para dar lugar a Ofelia, la ama de llaves, y en menor medida, a
la niña Matilde. Ofelia, se convierte en el eje de la obra. Una figura
subalterna, marginal en la jerarquía doméstica, ocupa ahora el centro del
escenario. Esta relectura acentúa el deslizamiento de clase y el corrimiento
del poder simbólico: ya no se trata de los "apellidos", sino de quienes sostienen
la vida cotidiana en esos espacios. Si la casa habla porque está sola, Ofelia
actúa y habla porque es testigo y sobreviviente, todavía. La memoria ya no es
solo aristocrática: es también de los otros.
La reflexión sobre la decadencia
de las clases altas y su relación con los espacios que habitan encuentra en
estas narraciones una crítica a los valores que forjaron esa “grandeza”. No se
trata solo de la ruina material de una casa o de la caída de una clase, sino de
una transformación más amplia en la que los objetos, las voces y los gestos que
una vez definieron a la alta cultura porteña son sustituidos por otras
presencias, otras memorias, otras formas de habitar.
Al pisar el último escalón que lleva al hall del teatro, recuerdo que hace cuatro años, en pandemia todavía, el Teatro Nacional Cervantes se abrió
virtualmente a otras experiencias y pude ser parte del programa Jóvenes Periodistas,
junto a compañeros de Córdoba, de Santiago del Estero, de Chaco, etc. Esa propuesta nos dio
la oportunidad de conocer el teatro –éste que es de todos–; nos abrió la puerta de un mundo que
algunos no conocíamos; nos acercó a un espacio que nos quedaba lejos pero esperaba abierto; nos
enseñó a mirar y a escribir; nos permitió conocer a las personas que hacen
que el espacio siga vivo y pueda seguir contando su historia, la de sus objetos
y fantasmas.
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FICHA TÉCNICO ARTÍSTICA
Con Malena Figó, Mercedes Fraile y Lucila Gandolfo
Colaboración artística: Tomás Heck
Diseño sonoro y composición musical: Rafael Delgado
Diseño planta escénica: Oscar Barney Finn
Diseño de iluminación: Claudio Del Bianco
Asistencia de iluminación: Martín Fernández Paponi
Diseño de vestuario: Isabel “Mini” Zuccheri
Producción TNC: Marlene Nordlinger
Producción en funciones TNC: Patricia Baamonde y Sofía García Jabif
Asistencia de dirección TNC: Pablo López
Dirección: Oscar Barney Finn
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