LA PASIÓN SEGÚN G. H.

Escribe Lucio Vellucci

Respecto de la conveniencia o no de separar la obra del artista, como de su contexto histórico y las condiciones políticas, económicas, culturales en la que se encuentra inmerso, hay una larga discusión cuyas respuestas constituyen en sí mismas un posicionamiento ético y político, no sobre el autor, sino sobre el modo de leer.

La inquietud ética corre por cuenta del lector, o al menos aquellos lectores que pretendan una relación de pureza moral en el vínculo de la biografía del artista y su realización artística. Dicho de otro modo, más allá de cualquier respuesta que quiera darse a ese problema, sea por la afirmativa o la negativa, se asume como verdadera la premisa de una necesaria coherencia moral del artista, ya no tanto como requisito fundamental para ser juzgada la obra a partir de los cánones de un tribunal bajo el influjo de cierto “deber ser” universal, sino como requerimiento supuesto e indispensable para la creación misma de una obra que resulte admirable por cualquier motivo.

Dicho esto, cabe aclarar que se tratará aquí de leer La pasión según G. H. sin demasiadas remisiones a las distintas tragedias personales sufridas por la escritora brasileña. No por desprecio, claro está, del interés que reviste la situación vital desde la cual escribe su obra, sino por el intento de dialogar con la novela más allá de las referencias a la persona o al contexto social de su época.

La mirada aquí, habiendo otras posibles, parte de la idea o hipótesis de que La pasión según G.H. describe una trayectoria en la que la protagonista va desde una realidad a la otra, pasando por un proceso de transformación en el que se produce una torsión de su percepción.

La pasión de G. H. es la metamorfosis que surge a partir de una pérdida. Algo se rompe para dar lugar al drama que vivencia dolorosamente la protagonista. La ausencia de una tercera pierna, claro. Pero tendría que ser posible una mirada que no busque “interpretar” rápidamente el simbolismo de esa falta recurriendo al conjunto de teorías que impedirían ampliar nuestro horizonte de sentidos como lectores antes que caer en la tentación de una pronta clausura.

Está claro que la ausencia de esa tercera pierna anuncia la ruptura de un orden estable, que a su vez da lugar a un desplazamiento: “la tercera pierna impedía caminar, pero hacía de mí un trípode estable”. Hablar de la obra sin adjudicarle una significación es acompañar el esfuerzo de ese atravesamiento doloroso de una pasión que busca, en lo arduo del trayecto, algo así como la libertad.

La falta del elemento estabilizante provoca un desorden: “he vuelto a tener lo que nunca tuve: sólo dos piernas”. G.H. entonces se dispone a enfrentar la nada de la trayectoria sobre un desierto: asume el riesgo de reaprender a caminar con sólo dos piernas. Lo que se ausenta es “algo que no necesita”, “he perdido algo que era esencial en mí, y que ya no lo es”. G.H. era alguien que percibía de sí una esencia constituida por esa tercera pierna; no cabía la posibilidad de que se pensara carente de ese sostén; la contingencia era un elemento a partir del cual se conformaba una identidad: lo que cambia, lo fundamental de su drama personal, no es el mundo, sino el modo en que se constituye una identidad. Lo que cambia de su esencia no es otra cosa que el modo en que G.H. la consideraba. Su pasión es ese tramo en que deviene otra para sí misma, y el modo en que también cambia el mundo desde ese otro que ahora observa con ojos nuevos.

G.H. no quiere otro sostén, acepta la angustia de la libertad. Va de una pasión triste a una pasión alegre. Ingresa al cuarto vacío de la criada que ha decidido marcharse. Se despoja de su humanidad, de una idea de humanidad, y renuncia a una máscara, a tener (o soportar) una identidad: “destitución de lo individual inútil, librarse de las características”.

G.H. no se reconoce, ahora que ha muerto su ´persona´, en la identificación asumida frente a los ojos de los otros. “Somos libres, y ese es nuestro infierno”, dice Lispector a través de G.H. y casi estamos leyendo en la autora sus propias lecturas, porque, aunque no queremos hablar de la artista para no tomar tangentes demasiado pretenciosas para los objetivos de una simple mirada, es inevitable desoír el eco de aquella famosa frase de Sartre respecto de que “el infierno es el otro”. Habría que hablar, en este caso, del peso de la mirada del otro que me juzga, la mirada del peso de la eternidad a través de los ojos de una cucaracha, que es todas las cucarachas.

La tercera pierna garantizaba un sistema, y ella, G.H. tenía una identidad, una respuesta a la pregunta “¿quién soy?”. Creía que la máscara era el rostro: “hasta ahora hallarme era ya tener una idea de persona en la que la idea que me hacía de mí persona procedía de mi tercera pierna”. La identidad resulta ser una referencia dentro de un sistema organizado de relaciones y roles asignados. La ausencia de Janair rompe la organización, introduce el caos con su fuga del territorio ordenado.

Lo previsible deviene desierto, se abre un vacío, G.H. atraviesa ese vacío, habita una nada, se queda en el cuarto que acaba de dejar la criada: “tendré que correr el riesgo sagrado del azar”. Acepta la pregunta, no se apura a clausurar la incertidumbre con nuevas respuestas, quiere aprender el equilibrio bípedo.

La pregunta ahora es ¿quién soy, ahora que no soy quien era, cuando creía ser lo que nunca fui? El trayecto de la pasión es desde una organización a una desorganización; la descomposición de un territorio es el avance sobre el desierto, puesto que no tiene de qué agarrarse, no hay referencias, no hay huellas; de la seguridad de la previsibilidad de lo humano hacia la libertad pre humana; es la trayectoria de una potencia inmanente que va de las palabras hacia el silencio; despersonalizarse, es decir, desenmascararse. “No puedo expresar con palabras cuál era el sistema, mas yo vivía en el sistema”: el orden establecido estaba garantizado por un sistema de distribución de, como diría Spinoza, pasiones tristes. La mutilación de la tercera pierna es la posibilidad de ya no ser afectada por aquella tristeza, siempre y cuando la cucaracha siga mirando y G.H. no ceda a la tentación de buscar un nuevo sostén que la devuelva a otro sistema.

“Aquella mañana, antes de entrar en la habitación ¿qué era yo? Era lo que los demás siempre me habían visto ser y así me conocía yo”. El movimiento es hacia el interior de G.H., y bajo las capas de hermetismo, Lispector parece decirnos que no hay secreto. La pasión según G.H. es esa invitación al despojo personal, más allá de las biografías y los contextos sociales. Un viaje posible, tal vez, en que la ficción es el transporte que parte de un puerto hacia el fondo de sí mismo, sin soportes en que apoyar la angustia ante la posibilidad del naufragio.

 

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