CUATRO MUJERES DESCALZAS

 Escribe Rocío Vélez

Estar descalzo, con los pies tibios. Sentir el corte del viento en la sangre, sentir la noche, saberse vivo.

Estar descalzo, con los dedos libres. Sentir el peso del cuerpo en la base, sentir el horizonte, saberse nada.

¿Qué es estar descalzo? ¿Implica solamente prescindir del calzado o también exponerse, entregarse a una superficie sin mediaciones? ¿Puede lo descalzo devenir en condición existencial? En Cuatro mujeres descalzas (2005), se explora esta línea de una manera subyacente, a partir de detalles que atraviesan el cuerpo y la lengua de sus personajes. No se trata simplemente de descalzarse para sentirse libre, relajado o rebelde; el despojo no es elección ni gesto. Es, más bien, estado.

Una mujer triste (María Pesack) llama por teléfono y espera: silencio. La llaman por teléfono y escucha: silencio. A pesar de todo escucha y espera. Nosotros la vemos, la encontramos rodeada de cajas, en un departamento que dejará de ser suyo: un espacio en tránsito. El contrato finaliza, y lo que se guarda no son sólo objetos, sino también, y seguramente, momentos, afectos, restos de una vida compartida o solitaria. No sabemos con exactitud qué le pasa, pero podemos intuir que está herida. Hay un vacío en el espacio que trasciende lo visual, como si el lugar fuera una extensión de lo que habita en el interior de esta mujer.

La sensación se profundiza con la manera en que se construyen los encuadres: planos fijos y composición frontal. Una decisión casi teatral. El director opta por la quietud, por dejar que la duración de los planos sostenga el peso de lo que se dice y lo que no se dice. Por momentos, lo teatral se apodera de la filmación, por cómo los cuerpos son ubicados en el espacio, por la frontalidad de la mirada, por el carácter escenográfico de los ambientes. La cámara no simula una perspectiva interna ni busca la ilusión de lo real: observa. Asiste. Espera.

En la casa de Bárbara (Eva Bianco), nos encontramos frente a otro tipo de situación. Este personaje decide alquilar una habitación "porque necesita plata", y así entra en escena Sandra (María Onetto), que será su inquilina. También aparece Mara (Mara Santucho), una amiga que viene a quedarse unos días. No importa si hace mucho o poco que se conocen, si compartieron la infancia o si se ven esporádicamente. Se decide omitir ese tipo de información porque lo que interesa no es el marco, sino el vínculo en el presente. No importa quién llegó primero o por qué. Importa que estén.

El teléfono suena. Pero Bárbara no atiende. Sabe quién llama. En el contestador se escucha la voz de la mujer triste. ¿La evita? ¿No sabe cómo abordar su situación? ¿Es su amiga? Poco a poco se irán uniendo los hilos que tejen una especie de trama en torno a las relaciones de las mujeres, de las que ya son amigas y de las que están por serlo.

En este trabajo sobre los vínculos todo es ínfimo, leve, y al mismo tiempo necesario. Los gestos son mínimos: un té ofrecido, un silencio, un consejo, una pregunta. Hay una conciencia tácita de que estar un poco cerca de alguien es lo único que puede calmar, aunque sea por un rato, esa angustia que no se nombra pero que está siempre ahí. La película no propone una idea cerrada de “amistad entre mujeres” ni baja línea sobre la sororidad. Lo que muestra es otra cosa: la posibilidad de estar presentes frente a un otro, incluso cuando no se sabe muy bien cómo hacerlo.

El personaje de Mara es fundamental en el filme. Podríamos decir que tiene una sensibilidad distinta a las otras. Cuando percibe opacidad en el rostro de otra mujer: pregunta “¿por qué estás triste?”, y esto no es una fórmula vacía ni un intento de interpretar o comprender. Sino que aparece como la posibilidad de habilitar un espacio. Esa pregunta no exige una confesión, pero le da lugar al acto de decir. Por otro lado, este personaje junta objetos de la calle y hace altares con ellos. Reza por personas que no conoce. Su espiritualidad pareciera estar presente en esta especie de darle sentido a lo roto, de devolverle valor a lo que otros descartan. En esa práctica mística hay una ternura que, como le dice Sandra, la hace ver más niña, ¿más santa? En un mundo donde nadie parece poder con lo propio, ella crea espacios sagrados con lo ajeno.

Podemos pensar en la descalcez, a la que refiere el título, como un estado de desprotección, pero también como una posibilidad de contacto. Quien está descalzo puede herirse, pero también puede sentir el suelo, tocar lo real. Las mujeres de Loza caminan lastimadas, pero caminan.

La sensibilidad del largometraje se hace presente también en el lenguaje. En lugar de priorizar un diálogo funcional o informativo, el texto se apoya en el habla cotidiana, incluso hacia su deriva poética. Las conversaciones entre los personajes no siempre siguen un hilo lógico; se interrumpen, se desvían, titubean. Hay silencios, desvíos temáticos, repeticiones aparentemente sin importancia que, lejos de entorpecer el relato, lo enriquecen. Como en la vida real, hablar no es simplemente comunicar: es tantear, acompañar, hacer lugar al otro.

En ese sentido, el guion de la película dirigida por Santiago Loza parece escrito con una sensibilidad casi etnográfica: captura el modo en que las personas se dicen cosas importantes sin dramatismo, cómo lo esencial se filtra entre palabras menores. Hay un esfuerzo por sostener una lengua hablada que nunca cae en lo vulgar ni en lo estereotipado.

Cuatro mujeres descalzas pertenece a un tipo de cine que prescinde de las convenciones del relato clásico, no porque renuncie al sentido, sino porque se rehúsa a imponer una lógica de causas y consecuencias. La película trabaja sobre la suspensión: suspende el conflicto, la progresión dramática, la necesidad de explicación. Y en esa ausencia de cierta estructura formal, también se suspenden ciertas formas de leer lo femenino, el vínculo, la angustia. Lo descalzo, entonces, no remite únicamente a la fragilidad, sino también a una forma específica de caminar la vida.

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