CRÓNICAS MARCIANAS
Escribe Lucio Vellucci
La
obra de Ray Bradbury es cada vez menos una serie de relatos de ciencia ficción.
Cada relectura confirma lo que pareciera ser un género literario que podríamos
denominar realismo distópico. Las proyecciones imaginativas del autor
norteamericano, inmediatamente después de la culminación de la Segunda Guerra
Mundial, confirman cierto terrible presagio cuando, leídas ochenta años
después, las crónicas parecieran hablarnos de un presente que se funde en esa
ilusión de futuro catastrófico.
El
desarrollo tecno científico en el contexto de la Guerra Fría acelera un proceso
puesto en marcha mucho antes. Quizá desde los primeros cimientos de un
capitalismo que no puede sostenerse, contradicciones mediante, como sostenía K.
Marx, sino a costa de una expansión de su modo de producción; es decir,
arrasando con las formas de vida preexistentes, imponiendo las relaciones
sociales de producción que implican cada vez más sofisticadas técnicas de
explotación de los seres humanos y del planeta. Sin embargo, la variante
comunista tampoco ha dado muestras de una lógica distinta en cuanto a la
concepción de progreso humano. Al fin y al cabo, hablamos de una razón
occidental productivista como marco ideológico que traza las directrices del
sentido de la historia.
La
relectura de Crónicas marcianas, hoy,
resulta un ejercicio de placer estético inevitablemente estremecedor. No
sabemos cómo habrán leído los lectores de mediados de siglo XX estos textos,
pero es indudable que, concretado el primer cuarto del siglo XXI, no podemos
sino asombrarnos del presagio del que pareciera alertarnos el autor. Bradbury
nos muestra, en cada crónica, una fatalidad; como si, en la intriga que elabora
con un talento inigualable dentro de los autores del género, quisiera prevenirnos
de algo a lo que, él lo sabe, ya estamos condenados.
Cada
relato continúa construyendo un sentido de la temporalidad propia de la obra
que le permite narrar una evolución de los acontecimientos desde aquel viaje
exploratorio de los primeros seres humanos llegando a Marte, hasta los asiduos
transportes espaciales de pasajeros que migran al planeta vecino como quien se
muda a vivir a otro país o realiza un viaje turístico. En el medio, toda una
concepción del tiempo y de los vínculos de los seres humanos que relativiza con
un divertimento que no puede leerse sin experimentar la angustia ante la
posibilidad de un colapso. Bradbury lleva al extremo la incertidumbre frente a
un destino que pareciera conducirnos al callejón sin salida de la conquista
espacial como única posibilidad de salvación.
Las Crónicas marcianas ofrecen, en el
conjunto de relatos, un panorama realista del estado actual de la especie
humana y las consecuencias de su modo de hacer y ser en el planeta. Hay una
certeza, y no es novedad. El proyecto civilizatorio hegemónico es el de la
dictadura del capital tecno científico que, en la búsqueda de la maximización
de sus beneficios corporativos, amenaza con destruir las condiciones vitales de
los mamíferos que han trazado su mapa suicida sobre el territorio planetario.
La
ficción, más allá de su carácter fantástico, produce terror cuando es posible
identificar allí algunos rasgos de monstruosidad de la realidad contemporánea. Tomemos,
por ejemplo, Vendrán lluvias suaves;
es el caso de una casa que funciona como un mecanismo autónomo, una
inteligencia robótica, cuyos aparatos resuelven las tareas domésticas
independientemente de la voluntad humana. Una casa que continúa funcionando a
pesar de la ausencia de vida. ¿Hay una imagen más terrible de la soledad? La
humanidad es prescindible. Los carteles de publicidad anuncian promociones para
visitar Marte, propagandas para alistarse como colono, con promesa de trabajo
en el planeta vecino. Es inevitable la referencia a la colonización de las
pampas argentinas, casi como si se dijera que gobernar Marte es poblarlo.
Cuenta Bradbury, en Los colonizadores,
que “los hombres se lanzaban al espacio. Al principio sólo unos pocos, unas
docenas, porque casi todos se sentían enfermos aun antes de que el cohete
dejara la Tierra”. Los hombres, dice, enfermaban de soledad.
Hay
otro terror, y radica en la idea de la especie humana como plaga que se
desparrama por el sistema solar. Un portar la muerte como movimiento expansivo,
y la víctima es su propio verdugo, aniquilarse definitivamente es su salvación.
Una rutina en la que reinventamos, en los placeres cotidianos que nos
proporciona la sociedad del hiperconsumo, las micromuertes que nos conducen a
la destrucción de toda esperanza de hospitalidad en el planeta Tierra: el
genocidio auto provocado.
En Crónicas marcianas los humanos terminan
huyendo de la Tierra, hartos de un mundo al que han convertido en una
gigantesca burocracia al servicio de las corporaciones; pero, también,
expulsados por la paranoia ante el caos inminente, por ese cementerio mundial
cada vez más hostil. Marte es la utopía, la posibilidad de otra vida, una
salida a la desesperación o el aburrimiento de un mundo que ya no tiene nada
para ofrecer porque todo ha sido conquistado y la humanidad ha viciado cada
rincón. Marte es la posibilidad de volver a empezar, para algunos; para otros,
la posibilidad de ampliar su negocio o la oportunidad de progresar; para otros,
será una aspiración de clase impuesta por la moda; en otros, la curiosidad,
¿por qué no?. Siempre, en definitiva, la fragilidad humana y las dificultades
para aceptarse como accidente improbable en medio del caos. Allí donde vaya el
ser humano, parece decirnos el autor, llevará consigo la enfermedad que lo va
fagocitando por dentro.
Pareciera
haber una impotencia para imaginar otro mundo posible, más allá de lo
establecido como inevitable por el consorcio de magnates internacionales que
juegan a ver quién es más Dios. Hay que pensar, entonces, el genocidio como resultado
de la propia impotencia de la humanidad para resolver la incertidumbre
metafísica. La invasión del otro como consecuencia del pavor que introduce la
misma cultura en los cuerpos dóciles. En tal caso, las políticas represivas se
presentan como recurso preventivo y estrategia de defensa ante la presencia del
otro que se asume hostil. La muerte del otro lleva implícita la iniciativa que
podríamos sintetizar con la expresión “por las dudas”. El genocidio es una
política de defensa propia de una moral que se adjudica el derecho a expandirse,
a “humanizar” el universo, con su consecuente expulsión de la diferencia.
Crónicas marcianas es una invitación a repensar los prejuicios etnocéntricos de un humanismo para pocos; es el señalamiento del calvario al que han sometido los imperialismos de siempre a los rezagados de la historia: los indígenas de ayer, los migrantes de hoy, los marcianos de mañana.
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