Escribe Lucio Vellucci
Una
ciudad de provincia (2017), largometraje de Rodrigo Moreno,
plantea algunas preguntas para seguir pensando el arte cinematográfico y, en
general, el lugar del arte en el mundo actual. Al mismo tiempo, es un ejemplo
de cómo el cine argentino puede enseñarnos a mirar: traza una directriz posible
para que este arte no muera.
En algún aspecto, podríamos decir que Una ciudad de provincia es el modo que tiene el director de mirar desde la alcantarilla, parafraseando el verso de Pizarnik. Pero no interesa tanto hablar de la intencionalidad del director, puesto que tampoco podría avanzarse demasiado en ese sentido. Sólo es posible la escritura sobre la recepción de la obra, la mirada personal del espectador (subjetiva, discutible, situada, desde el astigmatismo que lo acompaña y constituye), sobre la mirada de Moreno.
En
esta película no hay actores. Tampoco hay un argumento, un arco dramático, una
historia que se cuenta. Lo que registra la cámara es la vida de la ciudad, pero
no de una gran urbe, sino de una ciudad de provincia: Colón, Entre Ríos. No hay
diálogos guionados, cortes de cámara preparados en el set de grabación. Hay
conversaciones, demoras, el mosaico de actividades ordinarias que suelen hacer
los seres humanos cuando dicen que están viviendo. Una conversación entre dos
amigas, cada una en su moto, andando muy lento, a una velocidad de “paso de
hombre”; dialogan como si no hubiera una cámara y micrófonos que graban lo que
dicen. El
tiempo narrativo es el tiempo de la vida; en todo caso, de la vida en una
ciudad de provincia.

Una estética de recursos escasos, minimalista, sin demasiada intervención del autor, quien parece limitarse al registro de los acontecimientos. No hay personajes, hay personas: un pescador en su bote; trabajadoras de una tienda de artesanías; un grupo de jóvenes jugando al truco, bailando en el boliche, empujando un auto; hombres timbeando en un bar; un guitarrista que deja de tocar para oír el canto de los pájaros; empleados municipales yendo y viniendo; equipo de rugby entrenando; una mujer dirigiendo el tránsito; y perros, muchos y variados perros. Ninguno de ellos es un héroe cinematográfico, ni un villano, ni debe afrontar enormes dificultades o combatir enemigos; en todo caso, seguramente hacen todo eso pero a escala humana, en las dimensiones reales que están y no están presentes en la obra. ¿Y los perros? Lo mismo: ladran, van y vienen, se rascan las pulgas, olfatean por aquí y por allá.
Rodrigo Moreno, al parecer sin demasiada financiación, sin la pretensión de la espectacularidad, sin proponer una intriga o preocuparse por la expectativa del público, simplemente, y sin que el adverbio pretenda rebajar el gesto poético, sale a mirar. Salir a mirar es salir a dejarse llevar, prestarse al asombro, ponerse a disposición (cámara en mano) de lo que sucede, dejarse atrapar por la belleza cotidiana que está presente en el mundo en la medida en que se inventa la mirada que crea el instante sublime. La cámara es la invitación al mirar atento, otra vez, a lo que vemos siempre, a cada rato, todos los días. El cine que inventa la belleza del mundo es el cine que produce una demora, que inventa la escucha, crea los colores de una tormenta en el río, el revolcarse de un cachorro en el pasto, dos personas que tocan timbre en la puerta de una casa y esperan, un chico en bicicleta, nada, todo.
El salir a mirar de Moreno no es el ir a observar para comprender objetivamente, no es la intencionalidad en la retina del ojo de reducir el mundo a la razón, al cálculo, al método; es un mirar de extrañamiento, poético en el sentido que no impone un criterio de valoración respecto de qué es importante registrar y qué no, no hay un orden de jerarquía, es una mirada intuitiva, una mirada que muestra y, en el mostrar, amplia el horizonte de lo perceptible.

En una charla reciente en el marco de Bogotá Audiovisual Market (2025), titulada
El sentido de hacer cine latinoamericano, disponible en YouTube, Lucrecia Martel hace referencia a la necesidad de “inventar el cine”, debido al estado crítico en el que se encuentra ya no el cine, ya no el arte, sino la especie humana. Plantea la idea de que la cultura es la guerra por las buenas, y que, más allá de las indudables grandes obras que ha producido la cultura occidental, ha sido fundamentalmente el sostén ideológico de un orden social que está llevando al peligro de extinción de la especie humana y a la destrucción de los ecosistemas del planeta. El cine, sostiene, también ha sido responsable de habernos traído hasta acá, y propone dejar de lado los esquemas tradicionales heredados de la industria de la cultura hegemónica. Es necesario (y dentro de esta ruptura se instala la obra de Moreno) dejar de reproducir un tipo de cine que lleva implícita la promoción de los valores mercantiles y de consumo que nos están llevando al colapso. La postura de Martel es radical: hay que salir a filmar personas reales, hay que salir a escuchar cómo hablan las personas de carne y hueso, a ver qué hacen y cómo viven, para fundar el cine sobre las bases de una humanidad concreta, que se parezca más a nuestros amigos, vecinos, parientes, que a los héroes y villanos de Hollywood y sus derivas culturales.
Desde ese punto de vista, el cine tiene una deuda pendiente con los espectadores que no encuentran referencias reales en las obras proyectadas en las grandes salas. Salir a mirar, en todo caso, es salir a encontrarnos con el mundo tal cual es, sin reduccionismos, sin estereotipos, sin prejuicios éticos o estéticos.
Por otra parte, habría que mencionar que en Una ciudad de provincia podemos ver lo que la cultura de las pantallas nos está negando. El cine de autores como Moreno es esa paradoja. Es la pantalla que nos enseña a volver la mirada a la realidad, para reinventar los colores reales del mundo, las texturas, los sonidos, los olores. La virtualidad nos va atrofiando la percepción del mundo real; inmersos nuestros sentidos en la referencialidad del algoritmo que succiona nuestra atención, se reduce el campo de percepción hasta invisibilizar el mundo: al levantar la mirada no hay nada, estamos desorientados, quedamos imposibilitados de interactuar con ese mundo concreto, domesticados los sentidos en una compresión del tiempo y el espacio. Urge, tal vez, alejar la vista de las pantallas para poder reencontrarnos en el cine, para expandir la mirada sobre la vida que nos rodea.
La obra de Rodrigo Moreno es una clave de ese cine que es necesario inventar para el mundo nuevo por construir. Lo que perecerá, de lo contrario, no es un arte en particular, ni el arte en general, sino la especie que, sobre el planeta Tierra, se ha constituido a partir de un modo de ver simbólico, el animal que ha puesto en el mundo un mirar y que, a través de los siglos, ha decantado en algo llamado cine, esa narrativa visual en la que podemos encontrar las alternativas para volver a empezar.
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