CHOLITA -Misterio Campero en dos (o infinitas) jornadas-

Escribe Lucio Vellucci

Un fuentón abollado en el piso, tiene agua. Más atrás una banqueta. Una mujer recostada a un lado, una valija como almohada. El patio de una casa. El minimalismo de la propuesta no busca la masividad. La ética es de proximidad, el actor no está allá, en el escenario, sino acá, más acá, bien cerca, al tal punto que, empieza la función y Cholita viene a servirse un poco de agua de la canilla que tengo al lado. No existe la frontera entre el espacio de la ficción y el de la (por llamarla de algún modo) realidad.

Para que el teatro suceda no hace falta mucho. Basta alguien que quiera contar una historia, alguien que quiera recibirla y un espacio físico para que se produzca el encuentro. Podríamos agregar que el acontecimiento teatral requiere, además, de un pacto entre al menos dos personas, consistente en que una de ellas deviene personaje sólo si la otra se dispone a creer en la verdad de su ficción; por otra parte, el diálogo implícito se funda en la alteridad de un devenir espectador de cualquiera que acepte constituirse como tal a partir de lo convenido en el contacto cuerpo a cuerpo.

Asumir esta verdad implica entrar en terrenos complejos. La misma austeridad de recursos necesarios para el acontecimiento teatral es la que podría fundamentar, si no somos claros al respecto, el argumento de las gestiones culturales estatales para el retiro de programas y financiamiento como el del INT. Sin embargo, aquella verdad milenaria no podría ocultar que, detrás de la persona que se propone contar una historia en cuerpo presente, hay un largo trabajo de preparación no sólo actoral, sino autoral y direccional, que involucra, generalmente, a más de uno. Sólo desde la miopía de quienes aceptan la realidad como única verdad posible es que puede negarse el hecho de que detrás de ese pacto para el acontecer teatral hay un camino de esfuerzos y aprendizajes, la preparación constante de una profesión que sólo es posible valorar si, desde la otra parte, hay no sólo una intención de credibilidad en la ficción, sino también la preparación y el aprendizaje para la buena expectación.

Digamos de una vez por todas, entonces, que las políticas culturales no son necesarias para el acontecimiento teatral, la existencia de este arte no podría depender nunca de tan poca cosa; sin embargo, la ceguera neoliberal hace peligrar las herramientas de las que pueden o no disponer los potenciales pactantes para la formación de actores y espectadores. El pacto es entre al menos dos, pero detrás de cada uno hay una historia de búsquedas, trabajo, deseo y esfuerzo que implica a otros. El pacto teatral no es un contrato entre dos individuos, sino un encuentro entre la comunidad de actores y espectadores que se actualiza en cada convivio.

Cholita no es sólo la historia de una joven que sueña, en algún pueblo pampeano, con triunfar en los escenarios de Buenos Aires. No es sólo la historia de una ilusión por ser otra, ni tampoco, solamente, la sumatoria de anécdotas y tramas que se cuentan. La obra escrita y actuada por Andrea Giana, bajo la dirección de Miguel Dao, también es la historia sobre cómo se decide contar esa historia. La forma, es decir, la serie de decisiones tanto del texto dramático en sí como de las que hacen a la puesta en escena, son parte constitutiva del contenido poético del “misterio campero”.

La propuesta es ambiciosa. Arriesgaría a decir que, en algún sentido, va a contramano de algunos supuestos que son necesarios derribar. El teatro independiente también puede ser banal, tener aspiraciones mediocres, y no por ser “alternativo” está exento de caer en las mismas frivolidades que promueve la cultura del entretenimiento y los productos elaborados para la risa fácil, cuando no el aplauso complaciente. Cholita, en cambio, asume el riesgo de la complejidad, de lo multívoco, de lo que es y no es, de la siempre posibilidad de otra interpretación, introduce en escena la certeza de una realidad porosa, siempre aproximada.

Es un unipersonal, pero en diálogo permanente con “la mama”, cuya identidad es sugerida por el efecto de su ausencia en el discurso de Cholita. Al mismo tiempo, “el turco” y “el cantorcito” circulan en el escenario a partir de un relato que evoca la gauchesca, que no necesita proveernos de demasiados datos para situarnos en un aquí y ahora mítico. La obra incorpora una oralidad que se sirve del imaginario nacional, encontrando en ciertas muecas discursivas la clave para el sostenimiento de ese pacto ficcional: no estamos en el patio de una casa finalizando el primer cuarto del siglo XXI, estamos en un pueblo pampeano, a mediados del siglo XX. Cholita perdió el tren que la hubiera llevado del pueblo a Buenos Aires; adentro viaja “el cantorcito”, quien la hubiera ayudado con eso de triunfar en los teatros de la capital, en eso de ser como la Zully Moreno.

Cholita está dividida en dos días. La historia vuelve a contarse de otro modo, o es la distancia temporal la que introduce otra versión de los hechos, al menos una perspectiva que no estaba explicitada en el día anterior. Ahora sabemos otras cosas y “el cantorcito”, entonces, no es ese inocente hombre que acepta la admiración de una jovencita del pueblo, al menos no es sólo eso. Cholita, por su parte, no es la ingenua muchacha ilusionada con un destino improbable, sino una mujer que sabe el uso de cierto artilugio extorsivo, la víctima que hace de una ofensa el arma para una rebeldía.

Pero hay otras posibilidades. A lo mejor no existe nadie y no se trata más que de una fantasía, la proyección de fantasmas de una mente desequilibrada, que nos quiere convencer de la existencia de otros. Hay otra posibilidad, que encierra una o dos preguntas: ¿hasta qué punto es lícita la libre interpretación del espectador? ¿Hasta dónde es legítimo llevar la imaginación, corriendo el riesgo de forzar demasiado las cosas? Sin embargo, la posibilidad está planteada. Cholita es Eva Duarte. Una muchacha en un pueblo de provincia que, en medio de la pobreza, sueña con ser actriz. Para eso debe irse a Buenos Aires. Quiere ser Zully Moreno, aquella actriz famosa de los años cuarenta y cincuenta, declarada peronista. Era el otro destino posible de Eva. Cholita quiere declamar su poema desde un escenario, balcón o tarima, y conquistar un público. Cholita es la encarnación del desagravio en el cuerpo femenino en busca de revancha. Cholita es la muchacha que un día viste harapos y, al otro, usa vestidos, joyas y maquillajes. Cholita siente un dolor insoportable en el útero, se dobla de sufrimiento. Al final, no siente su cuerpo, todo es irreal, no sabe si está viva o muerta, deviene espectro para sí misma, fantasma condenado a repetir la historia, como un mito en disputa que vuelve a contarse.

Quizá sea simplemente una mujer hablando sola, en el patio de una casa, y una docena de personas alrededor viendo y escuchando lo que dice y hace. Un pacto. Esa mujer dice que es Cholita, un personaje. Los demás le creemos. Teatro.

 

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FICHA TÉCNICA:
Actúa: Andrea Giana
Dramaturgia: Andrea Giana
Dirección: Miguel Dao

Comentarios

  1. Gracias por la mirada. Como bien decís hacer esta obra no sólo llevó un año de trabajo, sino décadas de preparación, todo costeado del propio bolsillo. Y además, asimilar masividad a éxito y calidad es una estúpida falacia. A Grotowski el Estado lo financió siempre. Nosotros estamos lejos de ser Grotowski, ponéle. Pero la Argentina de hoy está a años luz de ser un país en serio.
    Termino: lo que llamás porosidad lo denomino multiplicación y lo esgrimo como bandera artística. Nada más aburrido que la interpretación unívoca.

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