GAVIOTA

Escribe Rocío Vélez

Tomamos temprano el 194, colectivo que nos va a llevar a CABA. Hace rato tengo ganas de ver Gaviota, versión de Juan Ignacio Fernández, dirigida por Guillermo Cacace.

Bajamos en Corrientes, vemos libros usados y, rápido, tomamos otro colectivo que nos lleva hasta San Telmo. Uso una app para saber qué colectivo tomar, en dónde y cuánto tarda. Antes, quizás, uno preguntaría en un kiosco o tendría una guía analógica sobre el transporte público. Opciones que ya no nos habitan. La tecnología ha cambiado muchas microacciones de la vida cotidiana y, a su vez, las hemos automatizado.

En la gran ciudad, nos encaminamos a Apacheta. No conocemos el espacio. No hay carteles que nos orienten, sin embargo, una mujer parece leer nuestras caras enigmáticas y, entre sonrisas, nos dice “es acá”.

Pienso en lo que recuerdo de la palabra “apacheta”, recuerdo la leyenda del algarrobo. Pienso en lo sagrado. Pienso en lo sagrado que es el teatro y otras palabras se suman, como piedras al montículo, a la apacheta: ceremonia, cuerpo, ritual, ahora.

Bajamos una escalera ¿al inframundo? Quizás. ¿Por qué no? Hay humo. Hay una mesa larga que exhibe una especie de naturaleza muerta caótica: copas, vasos, paquetes de snacks, papeles. Hay música. ¿Cuándo empieza la obra? ¿Al sentarnos? ¿O al bajar al inframundo? Yo ya estoy siendo espectadora porque miro, inspecciono e interpreto la escena toda. Cada intersticio del espacio. Miro a las actrices, a la gente que también baja, que toma vino, habla y sonríe. Me detengo en una luz tenue que ilumina a una mujer, con una copa en la mano, que mira revistas de arte, parece una escena predeterminada por una fuerza mayor, con el único objetivo de producir belleza. Y lo logra.

Las actrices se acomodan; nosotros somos acomodados al lado y alrededor de ellas, compartimos una misma mesa. Marcela Guerty –que luego pasará a ser Boris– nos cuenta sobre el nacimiento de la propuesta. Nos lee unos whatsapps de Cacace. ¿Cuánto de ficción hay en esto? ¿Cuánto de verdad? No importa. Lo que sí importa es pensar en cómo esa lectura nos lleva de nuevo a un momento clave: marzo de 2020. Todos fuimos de alguna u otra manera condicionados por el contexto mundial. Todos y todo. Tomar mates con amigos, dar clases, ir al cine, ensayar una obra. Hubo que buscar otras formas, y esas formas hicieron nacer nuevas cosas. Por ejemplo, esta nueva versión de Gaviota.

Las voces de los personajes originales logran condensarse en solamente cinco: Kostia (Muriel Sago), Nina (Romina Padoan), Masha (Clarisa Korovsky), Boris y Arkadina (Paula Fernández Mbarak). Lo que no puede condensarse es la fuerza del drama original, sino que se amplifica, como se amplifican las voces de las actrices a través de los micrófonos. Como se amplifican las miradas: actrices y espectadores, todos nos vemos y escrutamos, ojo a ojo, este juego de pupilas en espejo. En este punto se hace evidente la calidad del trabajo actoral, hay algo profundamente afinado en la manera en que el elenco sostiene las miradas, manifiesta esos vínculos quebrados, esas fuerzas en disputa; una gestualidad y presencia escénica que vuelve consistente todo el dispositivo.

Y en ese entramado aparece también una intensión de que se produzca cierta emancipación en el espectador: no se nos ofrece una visión total ni un relato cerrado, sino un espacio donde la mirada debe trabajar, completar, intuir. La obra no busca dirigir nuestra lectura sino habilitarla, y ese corrimiento reconfigura el rol del espectador como parte activa del acontecimiento, no como el testigo pasivo que consume entretenimiento.

¿Está muerta la gaviota? Otro juego de espejos. Hay, por lo menos, tres gaviotas en escena: Nina, el animal cazado por Kostia y el animal que parió Chéjov. Desde esta mirada, sólo una de las tres sigue con vida, y es la última. Esa persistencia —la del símbolo, no la del cuerpo— vuelve a instalar la pregunta por la ceremonia y por la magia: ¿qué clase de ritual es necesario para que un texto escrito hace más de un siglo vuelva a respirar entre nosotros? Pienso que quienes escribieron estos clásicos alguna bajada al inframundo debieron haber atravesado para conseguir escribir un texto que todavía nos convoca. Y pienso también que nosotros, espectadores del siglo XXI, inmersos en pantallas, tiempos acelerados y automatismos tecnológicos, sólo podemos acceder a ese territorio cuando un elenco y una puesta consiguen reinstalar lo sagrado en el presente. Aquí, las actrices-médiums funcionaron como un puente que nos permitieron asomarnos a un fragmento del drama humano y habilitar, aún hoy, la katharsis.

Uno puede leer el clásico de Chéjov y maravillarse. Sin embargo, sostenerlo en la escena contemporánea es un desafío, una operación más arriesgada. Cacace logra dejar en evidencia que se puede seguir haciendo algo nuevo con un material del siglo XIX. Hay decisiones que lo hacen posible: la disposición de los cuerpos —los nuestros, los ajenos— que condiciona la mirada y la obliga a desplazarse; la irrupción de los micrófonos, que reformula la relación entre voz y presencia; incluso aquello que no se ve o vemos parcialmente por la disposición de nuestros cuerpos –en mi caso, no podía ver a Nina–, lo cual nos hace cuestionar también una estructura ojocentrista que prevalece en cierto tipo de teatro.

Y están, por último, los silencios. Ese final sin telón, sin señal evidente de clausura, nos suspende en un tiempo distinto, uno donde el drama todavía reverbera. Algunos intuimos que la obra ha terminado por conocer el texto, pero esa intuición no alcanza para activar el aplauso. Nadie se adelanta. Permanecemos inmóviles, como parte de un experimento que nos obliga a mirarnos entre todos: la mesa, los objetos, los cuerpos. Es recién mucho tiempo después cuando alguien aplaude, y en ese gesto tardío sabemos que el ritual ha concluido. Entonces sí: podemos abandonar Cacodelphia con menos daños que Adán Buenosayres. O eso creemos.

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Ficha técnico artística
Dramaturgia: Juan Ignacio Fernández
Actúan: Paula Fernandez Mbarak, Marcela Guerty, Clarisa Korovsky, Romina Padoan, Muriel Sago
Diseño sonoro, espacio e iluminación: Alberto Albelda
Asistencia de dirección: Alejandro Guerscovich
Producción: Sofía Fernández
Dirección: Guillermo Cacace

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